Crecí en un hogar en el que cada domingo era forzado a asistir a misa con mis padres. No es que tenga algo en contra de la religión de la que profeso (¿profesé?), pero el hecho de despertar temprano para ser testigo de una ceremonia, que en ciertas ocasiones era tediosa, creo (y con temor a equivocarme) que no es la actividad favorita de ningún niño. Sin embargo, la amenaza constante de que mi alma ardería en el infierno por no cumplir con uno de los mandamientos de la Iglesia, y que era sembrada en mi cabeza cada vez que me rehusaba a asistir a la ceremonia dominical, no me dejaba estar en paz conmigo mismo, y la culpa me carcomía por dentro; al final siempre terminaba perdiendo la batalla.
Lo interesante de este asunto es que con el paso del tiempo pude percatarme de que el comportamiento de las personas cambiaba radicalmente dentro y fuera del Templo (como el Dr. Jekyll y el Sr. Hyde que he mencioné en el tema de la mente). Adentro abundaban los golpes de pecho, los arrepentimientos y las peticiones por la paz de la humanidad, y fuera de ésta las súplicas se convertían en peleas, reclamos y en recordarle al prójimo el nombre de su amada madre en circunstancias de malos entendidos o en simples conatos de peleas.
Insisto: no me considero un detractor de la fe ni un atacante de la religión, pero yo soy de ese grupo de personas que prefieren pararse en una Iglesia en contadas ocasiones, y salir de ahí con una reanimación espiritual y para profesar lo que se aprende, que en vez de ir todas las semanas a "cumplir" con un mandamiento sin aprender nada ni en poner en práctica las enseñanzas de las Sagradas Escrituras.
La forma en que nos expresamos e interactuamos con los demás es el reflejo más fidedigno de lo que guardamos en el interior de nuestro ser. Sentimientos como la amargura, el odio o la envidia siempre encuentran la manera de expresarse a través de las palabras y de las acciones que ejercemos, y de las maneras más peculiares. De la misma forma, nuestro cuerpo refleja las actitudes y los cuidados que tenemos para con nuestra esencia creadora; la gula y la pereza se perciben sin dificultad alguna, y una buena condición y salud física se convierte de manera automática en un sinónimos de disciplina, cuidado y bienestar.
Quien haya tenido la oportunidad de leer el Kybalión (y quien no sabe de lo que estoy hablando, aléjese inmediatamente de donde estén leyendo esto para ir a conseguir una copia a su librería más cercana), sabrá que la 2ª ley de estas máximas herméticas trata sobre el principio de la reciprocidad; dicho de otra forma, yo recibo lo que yo doy (dando y dando para que me terminen de entender). El día que tuve la oportunidad de poder leer este axioma comprendí la importancia del valor de las palabras y de los compromisos que enunciamos con nuestras energías. En ese momento supe que no quería ser como todas aquellas personas que van a darse golpes de pecho cada domingo a mostrar un arrepentimiento social, pero que en el rincón más oscuro de sus hogares formulaban el más ponzoñoso de los venenos contra sus vecinos, amigos y familiares.´
Valiéndome del concepto de la reciprocidad, y tal y como lo enunció el Maestro, nuestro cuerpo terrenal es una representación simbólica de un Templo imperceptible, en el que habita la chispa de la divinidad de la creación, y que se debe cuidar, atender y limpiar con esmero y dedicación. Igualmente, es una proporción mínima del Todo, del universo al que pertenecemos y en donde habitamos; es un microcosmos con energía, vida, y capacidades de generación en múltiples niveles.
Mi cuerpo, mi templo y mi cosmos es lo único con lo que cuento en esta vida terrenal para poder llevar a cabo mi trabajo en la Gran Obra del Creador. Es necesario entonces darle los cuidados y el mantenimiento que necesita y que se merece. Como es afuera, es adentro y viceversa.
Q.A.
La forma en que nos expresamos e interactuamos con los demás es el reflejo más fidedigno de lo que guardamos en el interior de nuestro ser. Sentimientos como la amargura, el odio o la envidia siempre encuentran la manera de expresarse a través de las palabras y de las acciones que ejercemos, y de las maneras más peculiares. De la misma forma, nuestro cuerpo refleja las actitudes y los cuidados que tenemos para con nuestra esencia creadora; la gula y la pereza se perciben sin dificultad alguna, y una buena condición y salud física se convierte de manera automática en un sinónimos de disciplina, cuidado y bienestar.Quien haya tenido la oportunidad de leer el Kybalión (y quien no sabe de lo que estoy hablando, aléjese inmediatamente de donde estén leyendo esto para ir a conseguir una copia a su librería más cercana), sabrá que la 2ª ley de estas máximas herméticas trata sobre el principio de la reciprocidad; dicho de otra forma, yo recibo lo que yo doy (dando y dando para que me terminen de entender). El día que tuve la oportunidad de poder leer este axioma comprendí la importancia del valor de las palabras y de los compromisos que enunciamos con nuestras energías. En ese momento supe que no quería ser como todas aquellas personas que van a darse golpes de pecho cada domingo a mostrar un arrepentimiento social, pero que en el rincón más oscuro de sus hogares formulaban el más ponzoñoso de los venenos contra sus vecinos, amigos y familiares.´
Valiéndome del concepto de la reciprocidad, y tal y como lo enunció el Maestro, nuestro cuerpo terrenal es una representación simbólica de un Templo imperceptible, en el que habita la chispa de la divinidad de la creación, y que se debe cuidar, atender y limpiar con esmero y dedicación. Igualmente, es una proporción mínima del Todo, del universo al que pertenecemos y en donde habitamos; es un microcosmos con energía, vida, y capacidades de generación en múltiples niveles.Mi cuerpo, mi templo y mi cosmos es lo único con lo que cuento en esta vida terrenal para poder llevar a cabo mi trabajo en la Gran Obra del Creador. Es necesario entonces darle los cuidados y el mantenimiento que necesita y que se merece. Como es afuera, es adentro y viceversa.
Q.A.
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